sábado, 21 de marzo de 2009

El nacionalismo es de mal llevar con la discusión pública

















Les dejo con una parte del artículo, El fardo de la transición de Felix Ovejero, donde hace un esclarecedor análisis de nuestra democracia y, de la sociedad civil y política española, desde la transición hasta hoy, en un artículo no demasiado expenso y fácil de leer. Se puede leer entero, pinchando aquí.

La parte que he elegido para el post, trata sobre la imposibilidad que tienen los nacionalismos para vivir en sociedades democráticas libres, y su carencia de argumentos razonados, basados, esencialmente, en sentimientos privados.

Félix Ovejero Lucas

El nacionalismo es de mal llevar con la discusión pública, con la deliberación política. Por dos razones por lo menos. Por el territorio que pisa, la apelación a la emoción como principio de justificación, y por el ámbito de justicia que invoca, porque el interés general le trae al pairo, porque sólo le importa lo suyo y no lo oculta. Dos circunstancias que hacen imposible la exposición pública de razones.

En la estrategia nacionalista la apelación a la emoción cancela la posibilidad de las réplicas. El proceder nacionalista busca acondicionar la plaza pública de tal modo que asegure la preservación de un sentimiento de identidad que los nacionalistas atribuyen a todos los que viven cerca de ellos. Los ecosistemas sociales deben recrearse para que ellos puedan dar curso a su sentimiento de identidad. Para que ellos puedan “vivir en su propia lengua” los demás deben contestarles en su lengua. En el parecer de los nacionalistas, sus vecinos están obligados, si no a sentir lo que los nacionalistas, a actuar de tal modo que se asegure la preservación del sentimiento de los nacionalistas, a cumplir un papel en la función escrita por y para los nacionalistas. Por ejemplo, a contestarles en su propio idioma. Una estrategia política como cualquier otra. El problema, desde el punto de vista de la deliberación democrática, es que cuando se discute esa política de imposición del sentimiento –que no el sentimiento –, se truena –que no se razona, porque no cabe razón alguna – “porque se está ofendiendo a los sentimientos”. Unos sentimientos que, se precisa –y aquí viene el golpe de astucia –, “como todos los sentimientos, son privados”. Esto es: se hace política, ingeniería pública, pero se echa mano de un territorio al que, según se dice, no cabe pedirle explicaciones: “lo íntimo”, el coto vedado de la privacidad. Ni más ni menos, como los curas, cuando tercian sobre la educación, el matrimonio y mil cosas. Eso sí, con menos hondura.

La otra razón de la falta de razones apunta, y mata, al corazón del ideal democrático. En su mejor versión, en la democracia, los ciudadanos o sus representantes criban las discrepancias y los conflictos de interés en discusión compartida, con criterios idealmente imparciales. Unos dirán que los recursos se deben destinar a los A porque los A los necesitan más que nadie y otros dirán que los B. Estarán en desacuerdo pero sin dejar de compartir un principio de comunidad política y de justicia: que los recursos han de ir a quien está más necesitado. Incluso los que tienen innobles motivaciones, cuando defienden una propuesta, en el debate político inexorablemente tienen que apelar a los principios de justicia, al interés común y, por ende, están expuestos a que les muestren que las cosas no son como cuentan, que, bien pensado, la justicia o el interés común recomiendan atender otras propuestas. Los que invocan al interés general están obligados a someterse al interés general, esto es, a descartar sus propuestas si no se acompasan con los principios que ellos mismos utilizaron. Es el camino que conduce de la democracia a las leyes justas, el de la deliberación.